jueves, 11 de noviembre de 2010

Número cuatro.

El viento no me trae noticias vuestras hasta que no hay vendavales. El mal tiempo siempre nos hace acurrucarnos y buscar un regazo amable, una ansiada regañina o un par de consejos mal dados pero dados, al fin y al cabo. Recuerdo ahora aquella frase en la que me mata el mismo sol que a ti te alumbra. Los rayos os atraviesan las córneas y no me llamáis para bañarnos en el mar. Preferís que me quede cuidando de que vuestras toallas no se llenen de arena. Sabéis que os arroparé cuando tengáis la carne de gallina salada.
Supongo que después cambiarán las tornas y seré yo quien se meta en el agua, poco a poco, que da frío, mientras vosotros (qué sé yo) sostenéis la sombrilla para que no se vuele.
Será una especie de Alfonsina y el mar pero sin muerte. Una no puede ahogarse cuando ya ha tragado tanto. Así que aunque yo me limite a flotar sola, el viento seguirá enviándoos mis saludos.

domingo, 24 de octubre de 2010

Número tres.

Curioso castigo, cuando los misterios de la vida nos rozan como una lentilla mal puesta.
Llegar a la conclusión de que no somos nada y que lo somos todo; de que quizás todo sea una patraña, un fruto amargo de nuestra mente subdesarrollada. Ver por lo tanto, un agujero negro que nos envuelve y saborea y sin embargo, no ser capaz de desintegrarse por completo, de fundirnos con y en él para que nos digiera. ¡Absurda existencia!

viernes, 3 de septiembre de 2010

Número dos.

La duda ofende, pero es que no puedo afirmar con ningún tipo de seguridad que el rescate de los amuletos tenga alguna utilidad. Amarrárselos como quien se ata a una esperanza ficticia, producto de esta maltratada imaginación, XXL, deforme por el uso y sobre todo, cansada. Los símbolos absurdos serán quizás los que perduren en un mañana póstumo, aquello por lo que nuestros amigos de la infancia -de esta larga infancia que comienza en el parto y termina en la tumba- nos recordarán nostálgicos durante los anuncios publicitarios televisivos. Y puede que ni eso. Que alguien me diga si entiende las pirámides. Que ese mismo alguien me diga si sirvieron para algo, si hicieron de éste un mundo mejor, si arrancaron la sonrisa a alguien más que a quien le bastó estirar el dedo para ordenar construirlas. Probablemente la respuesta a las dos cuestiones sería negativa. Pongámosle entonces una maza gigante, tamaño Mercedes Sosa, en la mano a ese alguien y sugirámosle que las aplaste. ¡Ah, vaya! ¡No puede! El absurdo es indestructible porque es intrínseco. Hasta a la muerte querrán acompañarnos estos símbolos geométricos que nos salvan la vida sin ser siquiera conscientes de que existimos, de que nos llevan puestos.

miércoles, 2 de junio de 2010

Número uno.

Lo que caracteriza a todos los seres humanos, lo que nos hace iguales, no son diez dedos, cinco sentidos y otras cuantas necesidades vitales, no es ya nuestro idéntico final y principio de no-existencia. Compartimos un signo, un sentimiento o un instinto que mueve montañas, levanta voces, quebranta vidas enteras: el peor miedo, más horrible que la muerte, que nadie se atreve a mirar de frente, que todos notan respirar en su nuca, que nadie ama, que todos prueban alguna vez: la soledad.

Más que rota estoy retorcida, como algo usado y rehusado por todos y por nadie, como un intento de renacimiento, un aborto de mí misma, un caso aparte. Ya no siento dolor ni placer, ni siquiera indiferencia. Siento un vacío, un estatismo, un respirar por respirar, un "todo bien" sin estar bien. Una pérdida de conciencia. Eso es, una pérdida de mi propia voz invitándome a reflexionar, a pensar, a crear. Automatismo: me levanto, como, camino, hablo, no reconozco pero sigo hablando, vuelvo a comer, vuelvo a dormir. Me he comprado dos pares de zapatos; me los pruebo. Ah, sí. Qué bonitos. Sonrío. Me los quito. Olvidados, fin.

Soy una superficie plana incapaz de sentir. Los escupitajos me resbalan, los dolores ajenos son invisibles a mis ojos, si me los describen puedo imaginármelos, como quien imagina una historia que alguien lee en voz alta. No creo en casi nada. Ya no me duele no creer en nada. No me asusta vivir, no me importa morir. Hago mías las rimas que me encuentro, ya he dejado de buscar.

No me importa realmente si has dejado de entender mi idioma, porque yo he dejado de escribirte.