viernes, 3 de septiembre de 2010

Número dos.

La duda ofende, pero es que no puedo afirmar con ningún tipo de seguridad que el rescate de los amuletos tenga alguna utilidad. Amarrárselos como quien se ata a una esperanza ficticia, producto de esta maltratada imaginación, XXL, deforme por el uso y sobre todo, cansada. Los símbolos absurdos serán quizás los que perduren en un mañana póstumo, aquello por lo que nuestros amigos de la infancia -de esta larga infancia que comienza en el parto y termina en la tumba- nos recordarán nostálgicos durante los anuncios publicitarios televisivos. Y puede que ni eso. Que alguien me diga si entiende las pirámides. Que ese mismo alguien me diga si sirvieron para algo, si hicieron de éste un mundo mejor, si arrancaron la sonrisa a alguien más que a quien le bastó estirar el dedo para ordenar construirlas. Probablemente la respuesta a las dos cuestiones sería negativa. Pongámosle entonces una maza gigante, tamaño Mercedes Sosa, en la mano a ese alguien y sugirámosle que las aplaste. ¡Ah, vaya! ¡No puede! El absurdo es indestructible porque es intrínseco. Hasta a la muerte querrán acompañarnos estos símbolos geométricos que nos salvan la vida sin ser siquiera conscientes de que existimos, de que nos llevan puestos.

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