miércoles, 2 de junio de 2010

Número uno.

Lo que caracteriza a todos los seres humanos, lo que nos hace iguales, no son diez dedos, cinco sentidos y otras cuantas necesidades vitales, no es ya nuestro idéntico final y principio de no-existencia. Compartimos un signo, un sentimiento o un instinto que mueve montañas, levanta voces, quebranta vidas enteras: el peor miedo, más horrible que la muerte, que nadie se atreve a mirar de frente, que todos notan respirar en su nuca, que nadie ama, que todos prueban alguna vez: la soledad.

Más que rota estoy retorcida, como algo usado y rehusado por todos y por nadie, como un intento de renacimiento, un aborto de mí misma, un caso aparte. Ya no siento dolor ni placer, ni siquiera indiferencia. Siento un vacío, un estatismo, un respirar por respirar, un "todo bien" sin estar bien. Una pérdida de conciencia. Eso es, una pérdida de mi propia voz invitándome a reflexionar, a pensar, a crear. Automatismo: me levanto, como, camino, hablo, no reconozco pero sigo hablando, vuelvo a comer, vuelvo a dormir. Me he comprado dos pares de zapatos; me los pruebo. Ah, sí. Qué bonitos. Sonrío. Me los quito. Olvidados, fin.

Soy una superficie plana incapaz de sentir. Los escupitajos me resbalan, los dolores ajenos son invisibles a mis ojos, si me los describen puedo imaginármelos, como quien imagina una historia que alguien lee en voz alta. No creo en casi nada. Ya no me duele no creer en nada. No me asusta vivir, no me importa morir. Hago mías las rimas que me encuentro, ya he dejado de buscar.

No me importa realmente si has dejado de entender mi idioma, porque yo he dejado de escribirte.

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